“Hubo un tiempo en que nos íbamos a la cama al anochecer y nos despertábamos con las gallinas”, rememora el neurocientífico Matthew Walker en su libro Por qué dormimos (Capitán Swing). Ahora, lamenta, el despertador sigue sonando al canto del gallo, pero cuando cae la noche, apenas acaba de terminar la jornada laboral y queda aún por delante un buen rato de vigilia nocturna. La “sociedad moderna”, expone Walker, ha apartado a los humanos del patrón de sueño para el que están programados genéticamente: el sueño bifásico, un período largo por la noche y uno corto durante el día: “Todos los humanos, independientemente de su cultura o de su ubicación geográfica, sufren a media tarde un declive genéticamente codificado de su estado de alerta”, defiende. Y la siesta es la respuesta natural a ese fenómeno. El neurocientífico asegura que “las sociedades que han incorporado la siesta a sus hábitos se han descrito como los lugares donde las personas se olvidan de morir. La práctica del sueño bifásico natural y una dieta saludable parecen ser las claves para una larga vida”, sentencia.
La siesta impacta en la salud. Para bien y para mal. La comunidad científica aún no tiene clara la dimensión de su influencia ni hasta qué punto puede modular la salud y la enfermedad, pero los datos que arroja la investigación médica al respecto apuntan en las dos direcciones: lo poco gusta y lo mucho enferma. Un estudio publicado hace unos días en la revista Obesity señalaba, precisamente, que el riesgo de obesidad aumenta un 23% cuando las cabezadas son largas; en cambio, las personas que hacen un episodio corto de siesta tienen menos riesgo de presión arterial alta. Los expertos consultados coinciden en que una siesta corta (menos de 30 minutos), en el sofá y no en la cama, al mediodía o primera hora de la tarde, puede ser reconfortante y ayuda a mejorar la atención.
Cada siesta es un mundo. En la comunidad científica, donde brota la controversia sobre este tema, a menudo con estudios a favor y en contra sobre la misma variable, los investigadores han aprendido a afinar la lectura según la duración de la siesta y el grupo de población específico de estudio: no es lo mismo una cabezada en el sofá que varias horas de sueño a media tarde en la cama; tampoco es igual una siesta en una persona con antecedentes previos de obesidad que la de un individuo sano, o en un adulto joven que en una persona más mayor. “Llamamos siesta a dormir períodos cortos durante el día. Por ejemplo, a una persona con narcolepsia le recomendamos siestas preventivas de 10 minutos y los pacientes con apneas de sueño también necesitan hacer alguna siesta para estar activas; los insomnes se mueren por hacer una siesta, pero no son capaces”, ejemplifica Francesca Cañellas, miembro del grupo de trabajo sobre el insomnio de la Sociedad Española del Sueño.
Cada etapa de la vida tiene su propio ciclo de sueño: los adolescentes, por ejemplo, necesitan dormir más horas y las personas de edad avanzada, en cambio, tienen un patrón de sueño nocturno más fragmentado. Una revisión científica sostiene que, en los adultos jóvenes, una siesta de unos 20 minutos tiene efectos inmediatos positivos sobre el estado de alerta y no afecta al sueño nocturno; en la gente mayor, siestas de una media hora tampoco tienen consecuencias para dormir por la noche, pero las cabezadas largas, sí. Por eso se recomienda en la vejez que, si se hacen siestas, sean cortas y “reforzar los ritmos circadianos”, explica Cañellas. Esto es, respetar los tempos del reloj biológico y exponerse a la luz del sol durante el día para que el cuerpo sepa que tiene que estar activo.
El estudio publicado en Obesity, que se realizó con 3.300 españoles, investigó la influencia de la siesta en la salud metabólica y encontró una asociación entre la duración de estos episodios de reposo y algunos indicadores metabólicos: los que dormían siestas largas —más de 30 minutos— tenían un índice de masa corporal (IMC) un 2% más alto que los que no dormían y el riesgo de obesidad aumentaba un 23%; en cambio, los que se echaban siestas cortas (menos de media hora) tenían un riesgo un 21% más bajo de tener una presión arterial sistólica alta. “Solamente se asocia con obesidad si la siesta era larga: aumenta el riesgo de obesidad un 23% y de síndrome metabólico, un 40%”, explica Marta Garaulet, autora del estudio y catedrática de Fisiología en la Universidad de Murcia.
Mejor en el sofá que en la cama
La investigadora y su equipo también analizaron otros hábitos de estilo de vida que median en esa asociación entre las siestas largas y la peor salud metabólica y encontraron que los que dormían siestas más largas también fumaban más y retrasaban las comidas, el ejercicio físico y el sueño. También los que echaban las siestas largas solían hacerlo en la cama en lugar del sofá o un sillón. “Si duermes en la cama, hay una asociación con más hipertensión que si te quedas en el sofá. Parece que tiene que ver con los cambios posturales, pero no lo tenemos claro”, apunta la investigadora, que también es profesora visitante en la Universidad de Harvard. Garaulet también descubrió, como relata en un estudio publicado en Nature Communications, que hay 123 genes específicos que se asocian con la siesta, lo que ayudaría a explicar por qué hay personas que no son capaces de echar una cabezada y otras sí.
Garaulet señala varias explicaciones fisiológicas para sustentar los resultados de su estudio sobre la siesta y su impacto en la salud: “Nosotros estamos hechos para dormir de noche y estar despiertos de día. Si resulta que duermes por el día y llegas a estadios de sueño profundo, es como si tu organismo pensase que es de noche. En la siesta corta solo entras en fases I o II del sueño, que son capaces de darte relajación, pero no profundidad del sueño”. Además, agrega, la siesta, si es larga, puede hacer que se retrase el sueño nocturno: “Te hace un cronotipo más tardío: cenas más tarde y te acuestas más tarde, que es un factor circadiano de mala salud y de obesidad”. La investigadora también explica que, con siestas prolongadas, se puede producir “una alteración en el ritmo del cortisol, que se asocia con el estrés”.
En la línea de los hallazgos de Garaulet, otros estudios también fijan la atención en el impacto de la siesta según la duración de esos episodios de sueño: un estudio en mujeres postmenopáusicas encontró que la siesta de más de 30 minutos se asociaba con una probabilidad un 74% mayor de desarrollar diabetes que las que no dormían; una investigación de la Academia Estadounidense de Neurología, por su parte, vio una asociación entre las siestas largas, de más de una hora, y las siestas no planificadas con un mayor peligro de sufrir un ictus: el riesgo era un 88% mayor que las personas que no tomaban estos descansos. Otra revisión científica sobre los efectos de la siesta también enfatizó, como dijo Garaulet, que uno de los riesgos de las siestas largas es que “alteran la latencia del sueño y la calidad y cantidad del sueño nocturno posterior”. Garaulet insiste: “Con una siesta corta, tienes esa capacidad restauradora, pero no tienes la profundidad que te deja atontado”.
Entre las bonanzas de la siesta, un estudio chino publicado en BMJ concretaba que la siesta de la tarde en la gente mayor se relaciona con una mejor función cognitiva. Otro grupo de investigadores chinos también encontró una asociación entre dormir la siesta y “niveles reducidos de presión arterial sistólica y menor hipertensión en adultos mayores”. Y, además, se ha descrito una asociación con menor riesgo de enfermedades coronarias entre los adultos jóvenes que se echan siestas cortas, aunque sigue sin estar claro si este efecto se mantiene en la población de más edad: varios estudios asocian las siestas largas, precisamente, en mayores de 65 años con un mayor riesgo cardiovascular.
Siestas reparadoras
En el lado bueno de la balanza, los expertos consultados apuntalan el papel de las siestas cortas como un elemento restaurador, que aumenta la productividad y el nivel cognitivo. “La siesta corta es reparadora, no profunda. Las siestas largas se acompañan en gente que tiene alterados los ritmos de sueño y vigilia y eso es un mal hábito”, apunta Cañellas. Mercé Mayos, responsable de la Unidad del Sueño del Hospital Sant Pau de Barcelona, admite que quedan “muchas preguntas por responder sobre la siesta” y hay informaciones contradictorias, “pero un porcentaje elevado de la literatura señala que la siesta [corta] tiene ciertos beneficios”. Y los enumera: uno está más relajado, con mayor estado de alerta, menor tiempo de reacción y mejora el humor. “Las siestas prolongadas, de más de una hora, en la cama, están asociadas a problemas de salud, como la obesidad o el síndrome metabólico, como dice el estudio de Garaulet”, defiende Mayos.
Con todo, las investigaciones sobre el papel de la siesta en la salud y en la enfermedad suelen apuntar a una asociación, no a una relación de causa-efecto. Mayos señala, de hecho, la duda que plantean “los factores confusores”: “Hasta qué punto es una relación causal o casual. Puede haber otros factores de estilo de vida que pueden mediar en esta siesta u otros problemas de salud”, concede. En su caso, Garaulet ha encontrado hábitos de vida que tienen un papel en esa asociación entre siesta y obesidad, por ejemplo, pero no se sabe si es antes el huevo o la gallina: “No se sabe si porque comes más, duermes la siesta o es al revés”, admite.