Qué haces tú por aquí. En Politico cuentan la historia completa de cómo Rick Smith, agente del FBI, se cruzó a principios de los 80 con una persona especial. Se trataba de un ciudadano americano, un emprendedor tecnológico nacido en Austria. El FBI lo identificó cuando visitó el consulado soviético en San Francisco. Smith acabó teniendo un primer contacto con él, pero aquello no sirvió de mucho. Al año siguiente, cuando se lo cruzó por casualidad, la cosa fue muy distinta.
Espía por sorpresa. En aquel segundo encuentro ambos conectaron, y Smith comenzó a fraguar con él un plan. El austriaco —así lo describen en el artículo, mantiene su total anonimato— había entrado en contacto con los soviéticos para hacer negocios con ellos —el comercio con Rusia era activo en plena Guerra Fría—, pero no había logrado gran cosa. Smith le propuso ofrecerles chips avanzados estadounidenses, algo que previsiblemente sería un caramelo difícil de rechazar por parte de los rusos.
Robar tecnología siempre ha estado de moda. Lo que entonces buscaba Rusia es lo que siempre ha ocurrido a la inversa, tanto entonces como ahora, y entre todo tipo de potencias. Los países tratan de lograr información de todo tipo para obtener todo tipo de ventajas estratégicas, y robar secretos tecnológicos era una de esa opciones. Tras un breve entrenamiento, el austriaco se convirtió en un singular agente doble, y el propio Smith contaba con asombro que parecía haber nacido para esa tarea: «sabía lo que estaba haciendo», explicó.
Operation Interling. Así se denominó una importante iniciativa transcontinental que duró varios años y que logró un objetivo singular: venderles a los rusos y a sus aliados tecnología defectuosa. Y por el camino, desenmascar a sus agentes de inteligencia, a los conspiradores secretos americanos y descubrir exactamente detrás de qué tecnología estaban los soviéticos.
Pero los rusos se hicieron querer. Lo cierto es que los primeros contactos fueron decepcionantes. El FBI mandó al austriaco a Viena, una especie de terreno neutral entre los espías de la época. Allí fue a la embajada soviética ofreciéndoles avances en microelectrónica y tecnología informática procedente de los Estados Unidos. Los rusos no mordieron el anzuelo inicialmente y aunque mostraron algo de interés indicaron que lo que buscaban era información clasificada. En lugar de aceptar la oferta, redirigieron al austriaco a contactos de su saliados del bloque oriental.
Pero cayeron en la trampa. En realidad los rusos operaban siempre así, porque sus aliados acababan siendo intermediarios de los rusos. De hecho el austriaco acabó contactando con alemanes orientales y luego con búlgaros. Eso difuminaba esos tratos, una técnica que intentaba lograr que los posibles espías de EEUU no dieran tanta importancia a los tratos si estos se hacían con países que no fueran Rusia.
Chips y máquinas saboteadas. La operación acabó involucrando a diversos organismos y empresas en distintos países, y el FBI se dio pronto cuenta de algo. Los soviéticos no solo querían tener acceso a los chips de EEUU para usarlos, sino para replicar la tecnología. Entre los materiales que acabaron en manos rusas, casi todas saboteadas (en algunos casos no para evitar sospechas), estaban las llamados «servograbadoras», unas herramientas críticas para la fabricación de discos duros. El sabotaje podía consistir en enviar componentes defectuosos o limitados, por ejemplo.
Peligro. En todo momento, por supuesto, el austriaco arriesgaba más que nadie, y como indicaba uno de los agentes «teníamos muy claro el peligro que había para él». En 1983 la operación estaba en su punto álgido, pero un envío interceptado por el FBI acabó haciendo saltar las alarmas de los búlgaros y, a continuación del FBI, que temía por su agente doble. Los búlgaros exigieron al austriaco viajar a Sofía para explicar que había pasado, pero el agente Smith se negó: temía que pudiera pasar lo peor. Decidieron dar por finalizada la operación Interling y considerarla como un verdadero éxito.
Todo por diversión… y por otra cosa. Aquella operación logró además activar posteriores investigaciones, pero siempre quedó la duda de por qué el austríaco había decidido colaborar y poner su vida en riesgo. Uno de los exagentes que participaron en la operación lo tenía claro. «Lo hizo por pura diversión. Y, como le ocurría a la mayoría de los austriacos, odiaba a los rusos».